lunes, 6 de septiembre de 2010

Cuando bajó el puente



Estaban parados. El micro iba muy lleno. Ambos con los dos brazos cogiéndose del pasamanos que estaba encima. Los dos voltearon a la vez y se vieron directamente a los ojos. Solo sus brazos los separaban. Sólo sus brazos. El carro se movía de un lado a otro, parecía un juego mecánico; el calor se incrementaba por las lunas que estaba cerradas; las personas los empujaban; pero, sin embargo, para ellos era como si no sucediese nada. Con ellos no era. Era como si se hubiese paralizado por unos segundos el tiempo. Solo para ellos. Como si hubiesen rezado los dos a la vez para que Dios parase unos instantes lo que tenía que hacer para que vieran sus almas, mutuamente, a la vez, a través de sus ojos: marrones claros los de ella, marrones oscuros los de él. Sin embargo, los dos veían sus ojos y observaban que eran claros, parecían claros.

En ese momento, sus ojos se expresaban. Recordaron que los ojos son la ventana del alma. Aunque descubrieron que no podían esconder lo que sentía. Él se dio cuenta que sus ojos brillaban. No quiso ilusionarse pensando que estaba enamorada de él. Lo pensó. Ella tampoco se quiso ilusionar. Volteó. Voleron a la vez. Quedaron en levantar el puente que los estaba uniendo, que hacía que creyesen que ese momento no acabaría nunca, jamás. Se levantó el puente. Sonrieron.

Quiso volver a mirarla, pero encontraba respuesta en ella. Volteó, pero ella seguía mirando a través de la ventana, perpleja, pensativa, resuelta a no voltear otra vez. No quería que descubriese lo que decía su corazón. Se volvió. Ahora, ella lo miró, pero él se perdió en su pesimismo, y continuó mirando cómo los carros pasaban sin respeto, dominando las pistas. Se imaginó que debía hacer lo mismo: dominar el momento. Pero lo que descubrió es que no podía dominarse a sí mismo, y ya no pudo vencer sus miedos. Ella se volvió.

Por un momento, él deseó no haber vivido esos segundos que hicieron que abra su corazón. No le gustaba abrir su corazón. Tenía miedo a que lo rechazen. Ella miró su reflejo en la ventana. Le parezco fea, dijo para sí. Tenía lentes y bráquets. Aquellos minutos, él se puso a pensar en qué le atraía de ella, pues nunca había buscado una mujer de ese tipo. Se molestó consigo mismo por ser tan estúpido. No porque le guste una mujer desagradable, sino porque no se entendía a sí mismo. ¿Cómo aspiro a vivir mi vida junto a alguien si ni siquiera sé controlar mis sentimientos?, se replicó.

Ella no podía esperar más. No veía el momento en que tuviera que bajar de ese asqueroso autobus, que solo le había traído más problemas. Malditos micros. No solo te llenan de estrés, sino que te ponen en situaciones complicadas. Él Resolvió que lo que más le atraía eran sus ojos. A través de las ventanas de sus lentes, podía ver una luz especial, en sus ojos marrones claros, pardos claros, que le llamaban. Pensó que era la mujer que Dios le había separado desde antes que naciera. ¡Qué estupidéz!, concluyó.

De repente, y como en algún momento sucedería, el odiado transporte público frenó bruscamente. Se le había atravezado otro auto. Varios casi se caen, otros se cayeron. ¡Hijo de puta!, gritó el conductor. Ella se resbaló. El pasamanos se rompió. Intentó congerse de un asiento, pero no lo alcanzó. Empezó a imaginarse cómo se burlaban de ella, la vergüenza que pasaría. Visionó que gente se caía encima de ella y que se levantaban pisándola, sin pedir perdón. Imaginó que se le caían los lentes y que se los pisarían, y consecuentemente se romperían. Y sería el hazmerreír de todo el autobus.

Él la cogió del brazo, fuerte. Se llegó a coger de la cabecera de un asiento. Un señor bigotón, gordo, canoso, se cayó encima de él, pero no se soltó. Quería ser el héroe, no podía dejarla caer. Aguantó el peso del gordo canoso y bigotón. No la soltaría. La levantó suavemente. Sintió por unos instantes que cogía un adorno de cristal, precioso, muy caro, de colección, antiguo, como una reliquia. Y si lo soltaba, se rompería, y su tristeza sería inmensurable. Cuando estaba a su altura, parada, la miró a los ojos. En ese momento, el puente volvió a bajar para que pase el viento, sin barreras, sin obstáculos. Ese aire que estaba contenido en su corazón y que hacía que viviera angustiado. Lo miró.

Gracias, le dijo. De nada, respondió. Sintió que había sido la primera vez en su vida que decía algo con seguridad. Soy Patty. Y yo, Luis Fernando. Un gusto.

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